Ya era necesario. Después del trajín de la pasada contienda electoral y aprovechando la excusa de mi cumpleaños, decidí escaparme. Para ello solo precisaba de algunos detalles. El lugar del escape debía tener playa. Además, debía poder garantizar una desconexión total de mi cotidianeidad. Nada de televisión, o noticias, o tapones. En esa ecuación sin embargo, habría espacio para el celular. Lo siento, pero ese elemento que nos conecta a todos con el resto no podía quedarse fuera de la mochila donde llevaría lo necesario para La fuga. También era necesario llevar a amigos. De los buenos. El cuadro de requisitos provocó que las opciones quedaran reducidas a una: Culebra.
Ya había estado allí antes, aunque solo en una ocasión. Y no fue suficiente. Ahora, pensaba, tenía que regresar dispuesto a vengarme del tiempo que antes se me había escapado de las manos a toda prisa.
Así que después de llamadas y mensajes de invitación llegue a Culebra el viernes, por avión, porque no puedo evitar la desesperación que me produce llegar a un lugar por la ruta mas larga.
Por tres días invadimos Culebra y en ellos pude constatar lo que en mi visita anterior solo me pareció una corazonada. En Culebra el tiempo corre más despacio. La única calle principal que bordea la isla nunca ha conocido el transito pesado, ni los semáforos, ni la prisa. Todas ellas han sido sustituidas por la calma en todo su esplendor. Los carros se mueven casi por inercia y su marcha pausa constantemente por los huecos que las cubren a diestra y siniestra. Hasta el aire parece soplar a su ritmo, sin prisa. Y sin prisa nos disfrutamos cada rincón de la isla. Flamenco, Zoni, Dewey. Una hamburguesa en el Batey. Un Bushwacker en Mamacitas al ritmo de la rumba de Wiki Sound y las noches de la Cabaña.
Pero el tiempo de este lado del charco no es tan benevolente y, así, el viaje a Culebra llegó a su fin. Amenazo con volver a la menor provocación.
Ya había estado allí antes, aunque solo en una ocasión. Y no fue suficiente. Ahora, pensaba, tenía que regresar dispuesto a vengarme del tiempo que antes se me había escapado de las manos a toda prisa.
Así que después de llamadas y mensajes de invitación llegue a Culebra el viernes, por avión, porque no puedo evitar la desesperación que me produce llegar a un lugar por la ruta mas larga.
Por tres días invadimos Culebra y en ellos pude constatar lo que en mi visita anterior solo me pareció una corazonada. En Culebra el tiempo corre más despacio. La única calle principal que bordea la isla nunca ha conocido el transito pesado, ni los semáforos, ni la prisa. Todas ellas han sido sustituidas por la calma en todo su esplendor. Los carros se mueven casi por inercia y su marcha pausa constantemente por los huecos que las cubren a diestra y siniestra. Hasta el aire parece soplar a su ritmo, sin prisa. Y sin prisa nos disfrutamos cada rincón de la isla. Flamenco, Zoni, Dewey. Una hamburguesa en el Batey. Un Bushwacker en Mamacitas al ritmo de la rumba de Wiki Sound y las noches de la Cabaña.
Pero el tiempo de este lado del charco no es tan benevolente y, así, el viaje a Culebra llegó a su fin. Amenazo con volver a la menor provocación.